sábado, 21 de enero de 2017

PENSAR EL ISLAM

Pensar el islam
Michel Onfray
Traducción de Núria Petit
Paidós
Barcelona
2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES


Se han cumplido recientemente dos años del atentado contra la revista satírica Charlie Hebdo. Si el ataque contra las Torres Gemelas –con sus réplicas en Londres y Atocha- supuso una gruesa línea que separó la Historia reciente en dos, la masacre parisina fue reciente banderazo de salida para el nuevo terrorismo en Europa (Bataclan, Bruselas, Niza, Berlín, Estambul…). Pocos pensadores se atreven a levantar la voz, y mucho menos a salirse de los guiones preestablecidos. Michel Onfray en uno de ellos, y Paidós ha publicado hace poco Pensar el Islam, una reflexión sobre qué sucede en Francia.


Los postulados de Onfray reivindican una izquierda republicana, pues “Mitterrand traicionó dos veces a la izquierda” insiste el filósofo. Una izquierda pacifista, incluyente y que siempre fue una alternativa al liberalismo. En esos márgenes, donde la actualidad emocional de los medios de comunicación le han ubicado tanto en la islamofobia como en la islamofilia, Michel Onfray debía –a sí mismo y a todos nosotros- publicar su pensamiento acerca de la situación actual de Francia, y que puede servir como marco para la comprensión del fenómeno más allá de sus fronteras.

El libro compila algunos artículos –que no fueron publicados, a pesar de ser encargados en diversos medios franceses- y, sobre todo, una entrevista que ofreció a la periodista argelina Asma Kouar para el periódico Al Jadid. Para el autor existen dos vertientes bien diferenciadas del Islam: el que sigue las suras del odio y el que sigue las suras del amor y la paz. Conocedor del Corán, lo que considera piedra angular imprescindible para poder opinar sobre la situación, la propuesta de Onfray (sí, Onfray propone, otros solo pronostican) reside en la re-republicación del Islam, su encaje en el espíritu ilustrado y en la República. Puede parecer un difícil ajuste, incluso contradictorio con el raciocinio de la Ilustración y el conocido ateísmo ejercido por el autor. Sin embargo, Onfray insiste en que es el Estado el responsable de acercar el Islam pacífico al abrigo de la República, de apoyarlo frente al Islam violento y dar una esperanza a los seguidores del profeta que se pueden ver desasistidos ante la radicalización violenta de individuos en ciertas comunidades.

Pone por delante Onfray dos hechos que considera irrebatibles: la interpretación desde la corrección política hecha por la izquierda insiste en descargar a los musulmanes de las responsabilidades de los atentados. Primer error: no puede desvincularse el Islam de estos atentados, desde el momento en que los que lo cometan lo hagan en nombre de Alá y de determinada interpretación del Corán. Pero tampoco puede la izquierda vivir entre el discurso del Frente National –la “escoba del aprendiz de brujo” que fabricó Mitterrand- que muestra el bando racista y el discurso tibio sobre la inmigración. Francia se debate en un discurso islamófobo en el exterior, iniciado con la guerra iniciada por el primer Bush en el año 1991 -y que llega hasta la guerra declarada por Hollande, que solo tuvo el intermedio del compromiso chiraquista- y el discurso islamófilo interior. La derecha y la izquierda (pasada al liberalismo desde 1983) han bombardeado Afganistán, Iraq, Libia, Mali, Siria… ¿podía esperarse una respuesta diferente por parte de las comunidades islámicas de esos territorios sino el atentado indiscriminado? ¿Por qué Dinamarca, Suiza o Finlandia no han sufrido el terrorismo? Para Onfray la respuesta está en la belicosidad de algunas naciones occidentales. Para el filósofo, se trata de una manifestación más del colonialismo, de la explotación económica de los países pobres por parte de los países ricos. Mediante el derecho de injerencia algunas naciones –Francia entre ellas, España tras la famosa reunión de las Isla Azores- decidieron que era inevitable la intervención en países islámicos que no respetaban los derechos humanos… ¿por qué unos países y otros no? ¿Por qué Siria y no Arabia Saudí? Es una respuesta que la izquierda aposentada en el poder nunca contesta.

La pequeña guerra teorizada por Clausewitz parece adueñarse del territorio francés –y cada vez más, en otros países europeos- pero ¿cómo combatir contra un ejército oculto? A veces nos asalta la sensación de que los atentados son cometidos por decisión propia e instintiva de los soldados, y que el “alto mando” reivindica por rutina, atribuyéndose unas sangrientas agresiones que no siguen un claro modo operativo (unos enclaves estratégicos, unos perfiles susceptibles de ataque, unos objetivos finales que alcanzar) más allá que la estrategia de la guerra santa desatada, descabezada, tan cruel como atolondrada tantas veces. Así ¿cómo luchar contra un ejército secreto de soldados, en su mayoría europeos, que viven en Europa? La política de bombardeos al Estado Islámico es para Onfray solamente una “respuesta de bravucón ignorante, que un día tendrá que hacer las paces con aquellos a los que se les hace la guerra y que hay que empezar por hacer todo lo necesario para no recurrir a ella si no es como último recurso”. Para Onfray el terrorismo islámico no atenta contra Francia por “lo que es” sino por “lo que hace”. Esa es la gran responsabilidad de la izquierda, asumir la múltiple historia francesa: la de Robespierre, la de la Comuna, la de Camus, la de Pétain y la de Sartre, la de Giscard y la de Mitterrand, la de las luces y la de las sombras. Y en la actualidad el comportamiento de Francia es el propio del Occidente belicoso y mamporrero de USA, más cerca de la sombra que de la luz.

Ante tal contradicción Onfray apuesta por potenciar el Islam de paz, la comunidad que repudia el atentado con el fin de que esta asuma y defienda –como ha hecho gran parte del cristianismo- la separación entre Estado y Religión. El peligro está en la sharia, en el triunfo de la Ley religiosa sobre la Ley política. Las mezquitas francesas son construidas con el apoyo de estado extranjeros, ya que la comunidad musulmana francesa no puede recurrir al apoyo estatal. Francia ha cambiado. No es la Francia generalmente católica, excepcionalmente protestante, de hace un siglo. La alimentación de los grupos de extrema derecha reside en el mito del retorno a una Francia ya inexistente. Para Onfray hay una minoría islámica activa y violenta, encastrada en una mayoría silenciosa que practica el Islam en privado conforme a las suras pacíficas, rechaza la violencia y es consciente de la preeminencia de los valores de la República. Esa Francia islámica de las suras pacíficas también es Francia, como también es Europa.

Alfonso Salazar

lunes, 16 de enero de 2017

PRIMAVERA, de Emilio Prados

Cuando era primavera en España:
frente al mar, los espejos
rompían sus barandillas
y el jazmín agrandaba
su diminuta estrella,
hasta cumplir el límite
de su aroma en la noche.

Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
junto a la orilla de los ríos,
las grandes mariposas de la luna
fecundaban los cuerpos desnudos
de las muchachas
y los nardos crecían silencios
dentro del corazón
hasta taparnos la garganta.
Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
todas las playas convergían en un anillo
y el mar sonaba entonces,
como el ojo de un pez sobre la arena,
frente a un cielo más limpio
que la paz de una nave, sin viento, en su pupila.
Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
los olivos temblaban
adormecidos bajo la sangre azul del día,
mientras que el sol rodaba
desde la piel tan limpia de los toros,
al terrón en barbecho
recién movido por la lengua caliente de la azada
Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
los cerezos en flor
se clavaban de un golpe contra el sueño
y los labios crecían
como la espuma en celo de una aurora,
hasta dejarse nuestro cuerpo a su espalda,
igual que el agua humilde
de un arroyo que empieza.
Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
todos los hombres olvidaban su muerte
y se tendían confiados, juntos, sobre la tierra
hasta olvidarse el tiempo
y el corazón tan débil por el que ardían.
Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:
yo buscaba en el cielo.
yo buscaba
las huellas tan antiguas
de mis primeras lágrimas
y todas las estrellas levantaban mi cuerpo
siempre tendido en una misma arena,
al igual que el perfume, tan lento,
nocturno, de las magnolias.
Cuando era primavera.

Pero, ¡ay!, tan sólo
cuando era primavera en España.
Solamente en España,
antes, cuando era primavera.

domingo, 15 de enero de 2017

Quisiera estar solo en el sur, de Luis Cernuda

Quizá mis lentos ojos no verán más el sur
de ligeros paisajes dormidos en el aire,
con cuerpos a la sombra de ramas como flores
o huyendo en un galope de caballos furiosos.

El sur es un desierto que llora mientras canta,
y esa voz no se extingue como pájaro muerto;
hacia el mar encamina sus deseos amargos
abriendo un eco débil que vive lentamente.

En el sur tan distante quiero estar confundido.
La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;
su niebla misma ríe, risa blanca en el viento.
Su oscuridad, su luz son bellezas iguales.

lunes, 9 de enero de 2017

PRELUDIO PARA EL AÑO 3001, de Horacio Ferrer

Renaceré en Buenos Aires en otra tarde de Junio,
con estas ganas tremendas de querer y de vivir.
Renaceré fatalmente, será el año tres mil uno
y habrá un domingo de otoño por la plaza San Martín.

Le ladrarán a mi sombra los perritos vagabundos,
con mi modesto equipaje llegaré del Más Allá,
y arrodillado en mi Río de la Plata lindo y sucio,
me amasaré otro incansable corazón de barro y sal.

Y vendrán tres lustrabotas, tres payasos y tres brujos,
mis inmortales compinches gritándome "¡Fuerza, che,
nacé, nacé, dale pibe, metéle hermano, que es duro,
pero muy bueno el oficio de morir y renacer!"

Renaceré, renaceré, renaceré,
y una gran voz extraterrestre me dará
la fuerza antigua y dolorosa de la Fe,
para volver, para creer, para luchar.

Tendré un clavel de otro planeta en el ojal,
porque si nadie ha renacido, ¡yo podré!
Mi Buenos Aires siglo treinta y uno, ya verás:
renaceré, renaceré, ¡renaceré!

Renaceré de las cosas que he querido mucho, mucho,
cuando los dioses digan bajito "Volvió..."
Yo besaré la memoria de tus ojos taciturnos,
para seguirte el poema que a medio hacer me quedó.

Renaceré de las frutas de un mercado con laburo,
y de la mugre serena de un romántico café,
de un sideral subterráneo Plaza de Mayo a Saturno
y de una bronca de obreros por el sur renaceré.

Pero verás que renazco en el año tres mil uno,
y con muchachos y chicas que no han sido y que serán,
bendeciremos la tierra, tierra nuestra, y te lo juro
que a Buenos Aires de nuevo nos pondremos a fundar.

Renaceré, renaceré, renaceré,
y una gran voz extraterrestre me dará
la fuerza antigua y dolorosa de la Fe,
para volver, para crecer, para luchar.

Traeré un clavel de otro planeta en el ojal,
porque si nadie ha renacido ¡yo podré!
Ciudad del siglo treinta y uno, ya verás:
renaceré, renaceré, ¡renaceré!

viernes, 6 de enero de 2017

LA INDUSTRIA DE LA FELICIDAD

La industria de la felicidad
William Davies
Traducción de Antonio Padilla Esteban
Malpaso
Barcelona
2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES



La felicidad se ha convertido en un objetivo, más que deseable, irrenunciable. Slavoj Žižek apuntó que el disfrute y el placer se han convertido en un imperativo superior a la norma. ¿Quién no quiere ser feliz? La respuesta está en la propia pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de felicidad? William Davies, sociólogo, economista político y profesor en la Universidad de Londres deshuesa en La industria de la felicidad cómo el concepto ha pasado de la consideración en el ámbito íntimo a la obsesión en la vida pública.

Filósofos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras, publicistas y economistas de mediana trayectoria buscan desde el siglo XVIII el lugar dónde reside la felicidad, obstinados en saber cómo se mide y en alcanzar su comprensión, motivación, generación y decadencia. En muchos de los casos con el fin de poder crear felicidad personalizada, empaquetarla y venderla.

Davies se remonta al filósofo utilitarista Jeremy Bentham, famoso por la creación del panóptico, como el pionero de la búsqueda de la felicidad y adalid de la medida del dolor y el placer, único método a su juicio para alcanzar la necesaria finalidad social de la utilidad de las decisiones y acciones humanas. El esqueleto de Bentham, vestido y coronado por una cabeza de cera adorna un pasillo del University College of London: inquietante. Para Davies, la obra de Bentham abriría, desde la contemporaneidad de la revolución industrial y el auge de la burguesía, una fina ranura por la que se colaría, gota a gota y durante todo el siglo XIX, una tendencia científica empeñada en hacer carrera con la caza del esquivo contenido de la felicidad. Aparatos medidores, fieles balanzas, la correspondencia entre dinero y felicidad, la psicofísica, incipientes aplicaciones tecnológicas, la implicación de la matemática y la estadística, el desdeño de la filosofía y la metafísica, laboratorios que pasan de los pasillos de una facultad austríaca al complejo y enorme laboratorio de las redes sociales, tests, encuestas, y sobre todo el conductismo, forman parte del camino de la exploración del control de la felicidad hasta el siglo XXI.

Davies presenta los estudios y conclusiones de diversos científicos a lo largo de los últimos dos siglos que engarzan en un discurso que conduce a un muy actual episodio. Por sus páginas pasan Gustav T. Fechner, fundador de la piscofísica, que cuantificó la relación entre estímulo físico y sensación; William S. Jevons adelantado de la teoría del homo economicus; Frederick W. Taylor promotor de la organización científica del trabajo; Wilhelm M. Wundt que llevó la psicología al laboratorio experimental; G. Elton Mayo quien relacionó la satisfacción del trabajador con su eficiencia productiva; Hans B. Selye investigador del estrés y la ansiedad; John B. Watson y la psicología conductista; y Jacob L. Moreno, padre de la sociometría, entre otros. Pero todos ellos concluyen y quedan relacionados con dos grandes grupos de outsiders del pensamiento central norteamericano de la postguerra que asaltarán el establishment: la Escuela económica de Chicago y la Escuela psiquiátrica de Saint Louis.

La admiración demostrada por el grupo de Chicago -el cual con el tiempo y al abrigo de las políticas de Reagan y Thatcher darían el salto a la primera plana del pensamiento mundial (y con neoliberalismo sin caducidad hasta la fecha)- por la emocionante psicología competitiva más que por la función benefactora del libre mercado fue iluminada por Ronald Coase (guiado por Hayek y Robbins). Friedman, Stigler, Becker y Director fundaron las bases de la economía dominante actual y alumbraron la simpatía por el capitalista, la aceptación alegre del poder de las grandes corporaciones, la preferencia por la desregulación y la exigencia de competitividad. ¿Qué hacer con los individuos apartados, los que no mostraban egoísmo suficiente, el espíritu de lucha necesario? ¿Qué hacer con los fatigados luchadores ejecutivos, con los trabajadores extenuados por la tensión, la depresión, y faltos de compromiso emocional indispensable? Era necesaria una nueva ciencia que vendría impulsada desde la Universidad Washington de San Luis y su influencia en la American Psychiatric Association (APA), promotora del diseño del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM) que supuso unos importantes cambios en la autoridad psiquiátrica desde 1970, hasta el punto de convertir comportamientos en enfermedades catalogadas. La aparición de la psicofarmacología y los antidepresivos apuntalarían el progreso, la recuperación de los afectados psicosomáticos. Los trabajadores contentos son más productivos. La infelicidad de los empleados supone unas pérdidas de más de medio billón de dólares para la economía estadounidense. La ciencia de la felicidad promete cuantificar y poner coto al conflicto que suponen tristeza y alienación.

Buscar los síntomas y los desencadenantes de la felicidad, ser capaces de elaborarla en laboratorio es un empeño que mantiene ocupados a gran cantidad de departamentos y equipos de investigación. Más allá de la opinión de los sujetos sobre su percepción de la felicidad siempre ha tenido mejor cartel buscarla en las respuestas observables, en el comportamiento exento de opinión, aséptico, no contaminado, “naturalmente científico”. Localizar los ingredientes que la provocan, el botón automático que identifique la compra de un producto con una felicidad instantánea parece la búsqueda del Santo Grial del Gran Capital. Los esfuerzos de tantos y tantos investigadores y encuestadores, echados a patadas de las casas décadas atrás por sus preguntas inquisitivas sobre la intimidad, que intentaban a través de la observación de los comportamientos obtener las medidas físicas, psíquicas y sociales que generan la sensación de felicidad, se han visto recompensados, de pronto, con un aluvión de datos que parecen prometer, con la ayuda de la neurociencia, que la obtención de las conclusiones precisas están cerca. Nuestro ánimo y sentimientos se muestran jovialmente en las redes sociales, la información que antes había que sonsacar ahora se manifiesta abiertamente y se ha convertido en una función más de nuestro día a día y de nuestro entorno físico, continuamente monitorizado. La vida es un gran laboratorio donde se generan big data a mansalva. Esos big data, con una conveniente ingeniería que acometa la ingente minería de datos precisa, puede poner a disposición de los investigadores esos elementos que subyacen en la felicidad de los individuos y conocer el modo de estimularlos, de componer las necesarias circunstancias para que se prodiguen o en el caso más ansiado, provocar y generar felicidad cuando y donde sea preciso, o tanta y de tal manera que el consumidor (o el Poder) quiera. Estados, el Mercado, la Tecnología, nos animan a abandonar el malestar y disfrutar del momento. Un carpe diem conformista y sin protesta.

Davies es partícipe de que seamos felices a toda costa. Sí, pero abunda en un aspecto: las sociedades más desiguales, marcadas por valores materialistas y competitivos manifiestan una mayor infelicidad. Quizá el análisis no esté tanto en localizar los resortes secretos del cerebro que liberan las sustancias químicas precisas, ni en el cultivo de una felicidad empaquetada y consumista que se vende por las esquinas de los centros comerciales. Puede ser que para conocer la génesis de la felicidad no haya que recurrir a las respuestas sordas de los sujetos de estudio, observados como ratas de laboratorio en Facebook, ignorantes de que son observados, sino a escuchar a la gente, en un proceso antiguo pero infalible, el del coloquio democrático y empático. Quizá la depresión no es un problema personal, sino político. Quizá la felicidad no es un reto individual sino un objetivo comunitario.

Alfonso Salazar