domingo, 2 de agosto de 2015

CULTURA O AFICIÓN

Lo sabemos, pero hay que recordar una vez más que el sector cultural atraviesa desde hace seis años una crisis sin precedentes. Los planteamientos desde las administraciones públicas que se dieron desde mediados de los noventa germinaron en un potente sector que se nutría, esencialmente, del apoyo público -es cierto-, pero es que la cultura y las artes escénicas y vivas no tienen en nuestro sistema más viabilidad que el apoyo público. No solo la cultura, miren la agricultura, la industria automovilística o la bancaria. Sin embargo, en tanto en unos sectores el apoyo público se mantiene para evitar el desplome financiero o mantener puestos de trabajo –y ganancias empresariales-, en el sector cultural el apoyo público es la única vía de financiación. Algunas de las razones de ser del sistema subsisten en la carencia de una exigente educación que dé valor a la cultura y propicie que el espectador esté dispuesto a invertir las cantidades que son precisas en el consumo cultural –tanto como lo hace en el espectáculo del entretenimiento-, pero también persiste en sus cimientos una enfermedad de costes que se arrastra desde la eclosión del capitalismo y que se manifiesta en que los costes de las artes escénicas y vivas no son fácilmente reducibles a través de abaratamiento de los costes de producción con una producción en serie, como ocurre en el sector industrial de la cultura –el cine, la televisión y el libro-, y su valor aumenta sin posibilidad de minorar sus costes, como si fuese un fósil del mundo previo a la revolución industrial en un mundo postindustrial. Unan a ello que estas manifestaciones culturales se manejan entre la invención y la creación, con productos de riesgo que pueden fracasar para abrir la brecha de productos futuros, es decir, la cultura como inversión, no como gasto.


El caso es que el sector avanzó en los años noventa y principios de siglos hasta límites insospechados: en la Comunidad Andaluza, por ejemplo, se edificaron numerosos contenedores culturales –en su mayoría sin un plan de desarrollo artístico y humano-, dependientes de las instituciones públicas; se estimuló la creación de empresas y se premió el estricto cumplimiento de la legislación laboral y tributaria en un sector que hasta entonces se movía entre el amateurismo y la incipiente profesionalización; se abrieron vías de formación hasta entonces desconocidas, tanto en el sector de la interpretación como en el de la gestión y administración, con la implicación de las Universidades y de agencias públicas; se reflexionó, se pensó y se publicaron ríos de tinta entre el es y el debe ser de la cultura como sector.

Pero todo aquel sector que comenzaba a ser pujante, que podía vanagloriarse de su presentación política como motor económico del futuro, donde se mezclaron profesionales de la farándula y el espectáculo televisivo con tufo a Operación Triunfo con artesanos de la interpretación de las obras del Siglo de Oro y exploradores de músicas que estaban olvidadas en cajones de una sacristía cualquiera, aquel sector que vivía con el Estado como mecenas, de la implicación de las administraciones en su mantenimiento, despertó día a día en un mundo donde los recursos escaseaban y la coartada de las prioridades sociales funcionó como accionamiento para cerrar un grifo, que por otra parte nunca fue a mansalva.



Podríamos dedicar varias páginas a reflexionar sobre qué es cultura, pero nos desviaría del tema del presente artículo. Baste decir que cultura es lo que emancipa, lo que convierte al ciudadano en un ser crítico, emocionado, lo que en el lenguaje llano sería “nos hace ser más humanos”. No es aquello que sencillamente entretiene -¡qué importante es entretener!-, aquello que pertenece a un sector comercial y mercadeado que se sostiene con una globalización fundada en el modelo de las majors capitalistas. La cultura también entretiene, pero no solo entretiene.

El caso es que la ruina de esta microcultura, frente a esa macrocultura que comprendería el otro sector, el de las industrias culturales, y que siguen a menudo el modelo major entertainment, cristaliza en la programación de cualquier ciudad media: son las clases medias de intérpretes, gestores y empresarios -muy medianos y pequeños- de la cultura los que han visto cómo su medio de vida ha menguado, y les pueden decir ustedes que, al fin y al cabo, estaban haciendo cultura por encima de las posibilidades de la sociedad. Los síntomas del empobrecimiento no solo están en el ahogo y desaparición de las pequeñas empresas, en la escuálida resistencia a través de unos presupuestos públicos mermados, ante una ley de supervivencia donde los más fuertes, los menos dependientes o los mejor contactados perduran, sino en el panorama que se avecina: el campo del amateurismo campa a sus anchas donde antes había profesionales, sin que las administraciones –que parecen ahora desmemoriadas- hagan el más mínimo esfuerzo por corregir la situación. Más bien al contrario, la estimulan acuciados por unos presupuestos empobrecidos y una demanda que se mantiene.



Allí donde antes se programaba una compañía teatral forjada con esfuerzo, que cumplía con sus obligaciones tributarias y laborales, que generaba riqueza, se encuentra el espectador la labor de una compañía de aficionados –también encomiable e indiscutible cantera- que si bien cumple el expediente de la programación no aprueba en el estímulo económico del sector, sino que lo arruina. Allí donde antes se programaba una orquesta cuyo trabajo se esforzaba en el mantenimiento de un legado de siglos, encontramos orquestas jóvenes, que bajo el amparo y la justificación de la formación, vienen a sustituir a sus mayores abonando un terreno donde ellos mismos, en un futuro muy cercano, serán sustituidos por nuevos jóvenes en formación, en una espiral sin sentido. Allí donde los profesionales de la programación cultural, los productores, se esforzaban en diseñar nuevas propuestas y desbrozar el futuro de las artes escénicas encontramos programaciones hechas a salto de mata por funcionarios a los que muchas veces les cae encima una labor para la que no fueron preparados,  por la que no les contrataron, ni es por esa labor por la que realmente les pagan.

El apoyo público a este sector no tiene vuelta de página: bueno sí, su vuelta es una página en blanco, vacía. El IVA cultural –que si bien afecta sobremanera a la macrocultura, también incide en este sector microcultural, que pase lo que pase seguirá facturando sus servicios al 21 %-, las equivocadas ideas de algunas formaciones políticas emergentes que solamente optan por un sentido participativo de la cultura cuya accesibilidad se basa en la gratuidad para todos, y así olvidan las importantes bazas de la creación, la producción y la distribución, tanto como confunden accesibilidad con igualdad; los proyectos inconclusos de las leyes de mecenazgo que amenazan con verter por un mismo desagüe ayudas al cine, al deporte, a la investigación científica y al teatro –y sabemos hacia qué vertiente caerán las aguas, a buen seguro-, anuncian ya no solo un cambio rotundo de modelo, sino la desaparición de los viejos comediantes, de los músicos de cámara y de jazz, de los pedagogos artistas, de los diseñadores de una cultura del compromiso, que serán extinguidos por una apuesta por la cultura sin terminar de hacer, por un empoderamiento de la cultura como afición antes que como profesión.

Alfonso Salazar