lunes, 2 de marzo de 2015

CHAVS: CANIS DE GRAN BRETAÑA


Chavs: la demonización de la clase obrera es un libro de Owen Jones (Capitán Swing, 2012) que viene a profundizar en los fangos actuales de la brecha de la desigualdad, cuyo origen localiza en los lodos de las últimas décadas de neoliberalismo del siglo XX, aquellos que hundieron la política social en Europa, y específicamente en Gran Bretaña.

Owen Jones parte en su trabajo de una escena cotidiana: una cena de amigos donde se cuenta un chiste acerca de los “chavs”. Los “chavs”, parece ser, son aquellos descendientes de la orgullosa clase trabajadora británica de los años sesenta del siglo pasado: chicos y chicas con escaso futuro, sin trabajo fijo, una formación escolar exigua, que suelen vestir con ropa deportiva informal, pero de marca, lucen bisutería, pasean pitbulls, a veces llevan navaja, pueden procrear a los quince años, tienen nombres extraídos de culebrones o del mundo del espectáculo, exóticamente inapropiados para la sociedad seria (Wayne, Chantelle, Dazza, Britney) y a veces manifiestan comportamientos considerados agresivos. En España, conceptos como “choni” o “cani” pueden acercarse al concepto “chav”. Decimos que parece ser, porque Jones abre una polémica cuando bucea en la insondable procedencia de los términos que se han hecho recientemente populares y hacia los cuales no navegan los filólogos de la búsqueda del origen. Es un término de esos que están en evolución semántica, sin foto fija, que se desfigura, que abunda en los medios de comunicación, que comienza a aparecer en los modernos diccionarios y al que se atribuye un origen tan diverso como el inglés del siglo XIX, el romaní –chavó, chaval-, o simplemente se le achaca ser un acrónimo (de Council House Violent, o “violento de viviendas municipales”). Pero podemos estar de acuerdo en que es un término –como choni, como cani- esencialmente peyorativo.

En la cena de amigos que abre el libro, se hace un chiste sobre “chavs”. Pero ¿Y si en vez de “chav” el término utilizado en el chiste fuese otro? Como aquellos chistes de catetos o de gangosos que han caído en desgracia. Sería políticamente muy incorrecto y ahondaría en la risa injusta. Sin embargo, en Gran Bretaña, la caricatura del chav ha calado: un ejemplo de ello es Shameless, o ciertos personajes de Little Britain -que es humor, al fin y al cabo, donde no se deja títere incólume y caen bajo el martillo de la caricatura clases sociales, estereotipos y tópicos ingleses. El personaje “chav” existe en la cultura anglosajona del siglo XXI, puede identificarse en los barrios obreros, en el extrarradio de las grandes ciudades, y provoca además un rechazo que ha generado incluso páginas web donde se amenazan y localizan núcleos chavs por toda la isla, que han encontrado eco y seguidores en la prensa mayoritaria. Es un palmario ejemplo de odio de la clase media hacia la clase baja. El mensaje persistente es el paso del respeto, hasta el temor, en deriva a la condescendencia, y al fin el desprecio, hacia la clase trabajadora. Incluso, hay que huir de la clase baja si a ella se pertenece, no identificarse, repudiarla.

Famosos de la actual cultura popular británica se pueden identificar con esta imagen estereotipada: chicos y chicas que, procedentes de las capas menos afortunadas de la sociedad, triunfan y se colocan en el escaparate social y de los mass media, pero que mantienen esa imagen de chicos de barrio, entre el gamberrismo, la agresividad y con un pie encajado en la delincuencia juvenil. Ya sean Wayne Roonney, Lady Sovereign o participantes en Gran Hermano. Se les suponen “chavs” por su vestimenta, su comportamiento o sencillamente por sus intereses musicales y culturales. Y limitados a ciertos campos de la cultura: si desde tiempos de los Beatles –Stone Roses, Smiths, Verve- los grandes referentes del pop y el rock provenían de la clase trabajadora, a partir de los ochenta, con la irrupción de Oasis, proceden en su mayoría de la clase media.

Jones analiza el fenómeno desde el impacto de la figura chav en la prensa para pasar a investigar lo que considera la “demonización de la clase obrera”. Los medios de comunicación británicos se han centrado en difundir la idea de que entre las clases más bajas, a las que en muchos casos solo les queda recurrir a las ayudas sociales, abundan los parásitos sociales, gente que vive de subsidios, que no tienen ningún interés en emanciparse socialmente, en acceder a la escalera mecánica del ascenso social.


En un libro jalonado de datos, extractos de opiniones en prensa y con entrevistas tanto a miembros de antiguos gobiernos como a sencillos trabajadores de los barrios obreros británicos, Jones plantea preguntas que son muy incómodas: ¿Es el chav una consecuencia de la política neoliberal que inauguró el gobierno Thatcher y continuaron, sin mesura alguna, los gobiernos laboristas de entre siglo? ¿Dónde ha quedado aquella orgullosa clase obrera británica que organizada en sindicatos pudo poner de rodillas a gobiernos hace décadas? ¿Cuándo decidió Gran Bretaña convertirse en un país de consumidores sin productores?

“La demonización de la clase trabajadora no puede entenderse sin volver la mirada hacia el experimento thatcherista de los años ochenta que forjó la sociedad en la que hoy vivimos” escribe Owen Jones. La lucha emprendida por el gobierno de Margaret Thatcher a finales de los años setenta del siglo XX contra el que consideraba un excesivo control de los sindicatos obreros se saldó con una contundente victoria gubernamental. Se unieron muchos ingredientes en aquella década: el movimiento punk y el okupa; la poll-tax; la heroína y el aumento de la drogadicción en las zonas deprimidas; los hooligans, aguerridos hinchas de fútbol que se hicieron famosos y temidos en toda Europa por su agresividad y racismo; pero también la huelga minera, la prohibición gubernamental de construcción de vivienda social a los Ayuntamientos –en tanto el gobierno promovió que los inquilinos de viviendas protegidas pudiesen comprar sus casas a precios reducidos ofreciéndoles hipotecas al cien por cien-, la deslocalización de las empresas, el descenso de la sindicación, una reconversión industrial que trajo consigo el cierre de la potente industria siderúrgica inglesa, de su pujante industria del automóvil y el incremento de la inmigración procedente tanto de los países del este europeo como de las antiguas colonias del Imperio.


Con la distancia que dan los lustros pasados, podemos ver la mano de Friedman y la Escuela de Chicago tras las decisiones en política económica y monetaria de Thatcher –como también estaba sucediendo en el gobierno Reagan en EEUU. De aquellos tiempos viene el sarampión de la privatización de los servicios públicos y la desregulación financiera con el consiguiente incremento del sector financiero, el de la construcción y los servicios frente al alicaído sector manufacturero e industrial. Las finanzas y los servicios –la City- eran el futuro, producir era el pasado ¿Les suena?

El Gobierno Thatcher fomentó la cultura de que el éxito se medía por lo que uno poseía y glorificó la riqueza. En esta respuesta de Margaret Thatcher se encuentra sentido a gran parte de su legado: “Creo que hemos entrado a un periodo donde muchos niños
y gente han crecido con la idea de «¡Tengo un problema, es el trabajo del gobierno lidiar con ello!» o «¡Tengo un problema, iré y conseguiré una concesión para lidiar con ello!», «¡No tengo casa, el gobierno debe darme una!» y así le están arrojando a la sociedad sus problemas, pero ¿quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa! Hay hombres y mujeres independientes y hay familias, y ningún gobierno puede hacer algo, excepto a través de la gente, y la gente primero tiene que luchar por sí misma. Es nuestro deber cuidar de nosotros y luego ayudar a nuestros vecinos y la vida es un negocio recíproco, donde la gente tiene sus derechos en mente, pero no sus obligaciones.” Al fin y al cabo, para Margaret Thatcher, “clase” solamente era un concepto comunista.

Los ataques thatcherianos a la industria y a los sindicatos propinaron un golpe mortal a la vieja clase obrera. En pocos años desparecieron los trabajos bien remunerados. Owen Jones rebusca dónde están los descendientes de aquellos duros y orgullosos trabajadores británicos del acero y el carbón, que fueron la vanguardia del movimiento obrero: trabajan en supermercados y centros de atención telefónica. Sí, trabajos menos duros y físicos, pero en grados de explotación similares a trabajos de hace más de cien años. La eliminación física del soporte laboral en los barrios obreros, la demolición del sistema de ayuda y vivienda social se emprendió simultáneamente con una política de desigualdad fiscal por la cual el desequilibrio impositivo favorecería cada vez más al segmento más rico de la población.

El vaciamiento de las propuestas socialdemocrátas de la tercera vía laborista tuvo en Tony
Blair un fiel continuador de la política thatcheriana, y así, pregonó en 1997 que la nueva Gran Bretaña era una meritocracia. Ello supone que los pobres y los desfavorecidos sean menospreciados. Hay una cuestión sociológica de fondo que el filósofo francés Pierre Bourdieu apuntó en Contrafuegos, 2 cuando se refería a una economía de la inteligencia: “De esta forma la nueva economía tiene todas las propiedades para aparecer como el mejor de los mundos (en el sentido de Huxley) (…) puede aparecer como una economía de la inteligencia, reservada a las personas «inteligentes» (lo que atrae la simpatía de los periodistas y de los cuadros «conectados»). La sociodicea adquiere aquí la forma de un racismo de la inteligencia. Desde ahora, los pobres no son pobres, como en el siglo XIX porque son poco previsores, malgastadores, intemperantes, etc. (por oposición el deserving poor), sino porque son imbéciles, incapaces intelectualmente, idiotas. En fin «solo tienen lo que se merecen», escolarmente”.

Entre la opinión de Thatcher, la declaración de Blair y el juicio visionario y doloroso de Bourdieu se encuentra ese sector de la sociedad considerado irresponsable, delincuente e ignorante, que ha desdeñado el ascenso social y es considerado en la actualidad una escoria. Para Jones, el estereotipo chav es utilizado por los gobiernos para justificar esa falta de compromiso que les obligaría a entrar en el fondo de los problemas sociales y económicos que generan la desigualdad.

El neolaborismo de Blair se empeñó en hacer desaparecer el concepto de clase social y por extensión la lucha de clases. Aunque el millonario Warren Buffet lo corrige con claridad: “La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando”. Con el Nuevo Laborismo la desigualdad pasó a ser denominada “exclusión social”, en vez de “pobreza” (la clase social viene dada por las circunstancias, la “exclusión” es algo que sucede y donde la persona se implica como agente). Fue Blair quien propagó que “en Gran Bretaña ahora todos somos clase media”, en 2005, y por tanto la clase obrera pasaba a ser un concepto peyorativo, pues es la clase media la que implica cierta cultura y no es pobre. La idea es que cualquiera con talento puede progresar en la Gran Bretaña actual, pero lo diga Blair o Cameron, las clases sociales no desparecen por mor del ascenso social, y según Jones, todo está amañado en la sociedad británica con el objetivo de favorecer a la clase media. Educación y clase social siguen estando en íntima comunión.

Pero, si todos fuésemos clase media ¿cómo podría reconocerse ese mantra de la aspiración al ascenso social? En el concepto del nuevo laborismo hay una trampa, porque el punto medio de la escala salarial no está en la clase media, sino más abajo. No es ningún secreto que el Parlamento Británico –como casi todos los parlamentos europeos- no son un microcosmos de la sociedad y su sistema de clases. Abundan los representantes públicos criados en colegios privados, con contactos en la alta empresa y con un total desconocimiento de la vida real en los barrios reales.

El desmontaje de la clase obrera según Jones ha llegado al punto de identificar a este subgrupo social como un grupo étnico de excluidos sociales blancos, donde calan las apuestas nacionalistas radicales como el BNP, o el UKIP y la Liga de la Defensa Inglesa. Se trata de mirar la desigualdad y la pobreza con un enfoque racial. Hay un solo paso para decir que son los extranjeros los que quitan los puestos de trabajo a los trabajadores ingleses blancos. Ello implica que el multiculturalismo operante
enfrenta a grupos étnicos de trabajadores para que compitan por los mismos recursos y servicios públicos, cada vez más escasos. Así la clase blanca trabajadora quedaría retratada como pobre, vaga, racista, grosera y sucia. Un buen caladero para hacer chistes. Son considerados trabajadores, generalmente en paro y despreocupados por buscar trabajo, bastos y chabacanos, sin el discreto encanto de la burguesía, esa clase media que se reproduce a sí misma y se defiende, que mira con desprecio y escandalizada el burdo gusto televisivo, el ramplón estilo en el vestir y una incorrecta manera en el hablar.


La clase trabajadora, según Jones, ha sido demonizada, excluida del mundo de la política y de los medios de comunicación, confinada a Gran Hermano y la telerrealidad, una clase de la que hay que escapar. Los problemas sociales han sido convertidos en defectos personales: la pobreza es un vicio del carácter. Pueden así campar a sus anchas teorías como las de Charles Murray y Richard J. Herrnstein cuando propusieron que el cociente intelectual va a aparejado al nivel socieconómico. Los proletarios deben convertirse en emprendedores, para que corra por su cuenta el éxito o el fracaso.


Alfonso Salazar en www.olvidos.es, febrero 2015