lunes, 31 de mayo de 2010

LA CAÍDA SIN RED DE SIGFRIDO SÁNCHEZ

(Para Francisco Serrano)
Sigfrido Sánchez, obrero de los de siempre: fiambrera en mano al filo de las siete de la mañana, ropa de trabajo en azul metálico, y casco que cubriese sus poco reflexivas cejas, nunca alcanzó la categoría de capataz. La última obra en que se encontraba metiendo las manos, con uñas negras de cemento, era un monumental edificio que sería dedicado al alojamiento de las dependencias administrativas del banco local. En el bar a mediodía, entre huevo y huevo, entre patata y patata, veía desvanecerse para siempre la posibilidad del ascenso, el reconocimiento a sus callos, una pensión algo más suculenta que el menú económico del día. Sin embargo, más que su frustración, caracterizaba a Sigfrido Sánchez su tenacidad. Quede aparte su destreza para colocar azulejos de manera exacta o cómo conseguía la masa de cemento “al dente”, bastándole para elaborarla su ojo de buen cubero... Y esa tenacidad, que sus mayores reconocen, le llevó a dejar viuda joven y huérfanos precoces. Porque son la tenacidad y la entrega son armas de doble filo, como el palustre.

La empresa recibía informes que vaticinaban el desastre en el balance a final de año. Maldita la crisis. El expediente de aquella regia obra en el ecuador de su realización registraba cuatro obreros muertos, esto es, por orden: ocho manos fuera del funcionamiento, cuatro indemnizaciones por accidente laboral, cuatro viudas, un manojo de huérfanos, y alguna que otra suegra. Aquello era verle las orejas al lobo. Y a la matemática. Finalizada la obra, esos números que nunca engañan y que las cuentas traerían consigo, vaticinaban ocho indemnizaciones. Un precio demasiado alto para la contabilidad empresarial.

El Arquitecto, hombre serio y entregado a la empresa, lanzó la señal de alarma hacia las cumbres jerárquicas. El Jefe de personal, que acudía religiosamente a los sepelios y se quejaba de la mala suerte, decidió poner punto y final al asunto. Tenían por costumbre los obreros caer desde la quinta planta, o desde la sexta, lo cual suponía una catástrofe, pues a tal altura vencía la fuerza de la gravedad la estática dureza del casco. Se barajaron varias iniciativas antes de tomar una resolución definitiva. El psicólogo de la empresa, planteó concienciar a los obreros a caer desde el segundo piso, a lo sumo, pues así se rebajaría a la mitad el número de fenecidos y no reportaría apenas gastos, sino los de hospital y rehabilitación. Tal solución fue desechada por inconvenientes técnicos: primero, porque el obrero-tipo era difícil de concienciar según el Capataz de la obra, y segundo porque no existía tiempo material. Durante la hora del bocadillo se negó el psicólogo a poner en marcha el proceso de concienciación, pues, con argumentos antropológicos, convenció a la junta de que el hombre, por lo general, no puede recibir a la vez comida e ideas y digerir ambas con eficacia. El Maestro de obras, hombre rudo pero práctico, propuso rodear de arenilla los alrededores del edificio. Se puso tal operación en práctica, mas lo aconsejable de la teoría se vio batido por la realidad de la praxis: las carretillas no podían transitar sobre aquel arenal, a pesar de la disposición estratégica de tablones; las primeras lluvias convirtieron el lugar en un peligroso pantanal; y para rematarlo, se le ocurrió al obrero Fernández, realizar una caída parabólica desde la sexta planta y fue a caer en el límite entre la arena y el asfalto, con la mala suerte de partirse el casco en éste y dejar los zapatos inertes en aquella, como peces muertos en la orilla de la playa.

Pero el Jefe de personal, hombre práctico y avispado, ya había demostrado con creces su valía en anteriores situaciones comprometidas: fue la suya la idea contratar norteafricanos, más baratos que los obreros nativos, para las tareas de cimentación, lo cual redujo los gastos en un treinta por ciento y facilitó los despidos, pues de ello se encargaba el Ministerio de Interior poniendo en práctica de deportación. Digo, que este hombre, tras ser informado fiablemente, contrató los servicios de una empresa alemana especializada en aeronáutica de vanguardia, que había diseñado los accesorios y propulsores personales de los trajes espaciales de la misión europea para la investigación de las cordilleras sur de Marte.

El ingeniero Joseph Von Kable llegó a la ciudad con un invento de su creación que iba a revolucionar el mundo de la Reconstrucción del Oriente Medio. Es sabido que en tales latitudes el calor afecta al sentido del equilibrio, así, el número de obreros despeñados había llegado a ser alarmante. Von Kable puso manos a la obra, y con el dispositivo que había creado se preveía que ahorraría a las empresas de Reconstrucción occidentales cantidades ingentes de petrodólores.

El Jefe de personal, cautivado por la idea encargó tantos dispositivos como obreros en situación de riesgo había: los que solían colgarse de cornisas, los miopes, los gordos, los que subían a andamios de segunda clase... Constaba este dispositivo de un sencillo sistema. Unas botas especiales con suela automática, contenían en su interior unos muelles, que accionados por un botón colocado a la altura de la cintura salían al exterior y amortiguaban el choque. El Jefe de personal decidió adelantarse a las pruebas que en Irak se realizarían en noviembre y anunció como primicia, para mediados de octubre, el estreno mundial de aquel revolucionario y simple dispositivo que reducía el riesgo de pérdida económica por despeñamiento de la mano de obra.

Faltaba el voluntario. Cuando Sigfrigo Sánchez tuvo noticia del evento, fue el primero en presentarse aquella mañana de octubre al jefe de obras, y le habló de su cariño a la empresa –que no de su frustración cuando se encontraba ante el plato de huevo con patatas– y le habló del futuro de la construcción –que no del miedo que le imponía el cráneo deshecho de un compañero en la acera. Y se prestó gustoso, esperando alcanzar méritos, fama, una pensión menos exigua y ser conocido en su barrio y en el mundo entero como un pionero, un Yuri Gagarin de los albañiles.

Sigfrido fue recibido entre vítores por su compañeros de trabajo; lágrimas, esperanzas y deseos de una caída mejor le rodeaban. Allí estaba el Jefe de personal, esperando no tener que acudir a más sepelios que le rompiesen la calma de sus mañanas, y estaba el ingeniero alemán, verdadera estrella del programa, que esperaba alcanzar el más rotundo éxito en el mundo de la amortiguación. Y estaba el Alcalde de la ciudad que también esperaba, pues esperaba alcanzar más puntos entre los miembros de la ejecutiva regional del partido y así ser presentado como candidato a las próximas autonómicas. Y estaba el Maestro de obras, mentor del héroe. Y la mujer del héroe, temerosa. Y sus hijos, contentos por no acudir aquella mañana a la escuela. Y un señor de gris anodino que interrumpió el paseo matinal con su perro cuando vio aquello aglomeración. Estaban todos.

A las diez en punto dio comienzo la ceremonia. Habló el Alcalde, habló el ingeniero, mediante torpe intérprete, habló el Jefe de personal. Y habló Sigfrido, acongojado, pero con la esperanza de enfrentarse con menos sinsabor a un plato de huevo con patatas. Y después, desde la quinta planta, como un ángel, Sigfrido se lanzó al vacío.

Los segundos parecieron una jornada continuada en la garganta de Sigfrido Sánchez; el inicio del salto tuvo aliento de lunes a las siete para fichar, lejano el viernes como lo estaba el suelo, repleto de gentío. Y el vértigo. El vértigo eran las cuarenta horas semanales que se le enredaban en el vientre, no acostumbrado a emociones de altura.

Pero arriba, en esa quinta planta a medio hacer, donde se apiñases fotógrafos y cámaras, quedaba todo: el salario mediocre y la pensión mínima, el menú barato, el obrero pobretón, los regalos de reyes de los niños a medio camino entre la miseria y el descontento, el cinturón apretado, las letras grandes y el suelo repleto de facturas. Sigfrido caía y veía descomponerse las patatas, pudrirse el huevo, engordar el salario, allá, en el quinto.

El ingeniero le recomendó caer de pie, pues carecía el dispositivo de muelles en la cabeza, ni en las rodillas, ni en la panza. Y Sigfrido cerró los ojos yendo por la segunda planta. Apretó las manos en la fachada del primero. Y flexionó las piernas en el entresuelo.

Todos admiraban la caída. Se apoderó de la multitud el estupor, la incredulidad, ver un suicidio anunciado. Y de los jefes, se apoderó la sonrisa del trabajo bien hecho. De Sigfrido, se apoderó el corazón de los héroes de los tebeos de la infancia. Y de su mujer, la pobre Ramona, la incertidumbre que precede a la equivocación irremediable.

Pero el ruido no fue sordo. Se oyó: “boing”. Y entre la sonrisa del respetable, el desmayo de Ramona, el suspiro de los jefes y el grito de júbilo de los compañeros ante la visión del cráneo incólume, Sigfrido ascendió a los cielos. Y descendió. Y volvió a ascender. Y volvió a descender. Y de nuevo ascendió. Y de nuevo descendió. Y botaba, ascendía y descendía, y botaba.

El Arquitecto, el Jefe de personal, el Alcalde, el ingeniero alemán y el Capataz, se abrazaban, celebraban el éxito. El público vitoreaba cada subida y bajada. Sigfrido saludaba, hacía virguerías, se tumbaba en el aire, realizaba saltos mortales, como el salto a la fama. Ramona partía en ambulancia hacia el centro de salud más próximo, víctima del soponcio. Los niños, que confundieron a partir de entonces a su padre con un pájaro, eran tomados de la mano por una vecina de la familia que los llevó a atiborrarse de chocolate.

Sigfrido volaba y volaba. Y la expectación inicial devino en abulia colectiva. El hambre se ensañaba en los estómagos. Al fin y al cabo, ese día glorioso, era día libre. Los obreros, exentos de la jornada laboral, se marcharon a su casa a eso de las dos de la tarde. Las autoridades competentes y los jefes incompetentes, tanto o más que las autoridades, fueron a celebrar el éxito entre langostas y cavas en un restaurante céntrico. Sigfrido manejaba por entonces los amortiguadores con sorprendente habilidad.

A las cinco de la tarde, Sigfrido subía hacia el sol otoñal y bajaba a la fría acera, rebotaba y ascendía más allá de la altura del edificio. Abajo, no quedaba nadie. Casi toda la ciudad había disfrutado del espectáculo. Algunos niños del vecindario se divertían tirando piedras a aquel blanco móvil, proyectiles que Sigfrido evitaba con destreza. Anocheció y Sigfrido sentía hambre. No le consolaba la plenitud de poder y su triunfo, ni siquiera encontrarse por encima del bien y del mal, ni ver a las vecinas, a intervalos, desnudarse, ni romper la intimidad del barrio penetrando en el octavo por la ventana y de improviso.

Sigfrido se aburrió. El salto era la rutina y por un momento, casi añoró el salario mediocre y el huevo con patatas. Al menos, estando frente al plato, cabía su voluntad, podía ejercer su derecho a no hacer lo que no deseaba. Los jefes y las autoridades, borrachos a medianoche, lo vieron saltar cerca de las nubes, por encima de la ciudad. Y no llegaron a ver el rostro de desaliento y desesperación del pobre Sigfrido. Y no pudieron comunicarle que la paciente Ramona estaba encinta, que había sido ascendido a capataz en virtud de su salto, que era ahora encargado de la adecuada utilización de aquellos benditos dispositivos. No pudieron decirle que era Capataz del Éxito.

Cuando el Maestro de Obras llegó a su casa comió, ebrio yació y en sopor dormía cuando el teléfono y la voz del guarda de la obra interrumpieron, y amaneció temprana la resaca a las tres de la mañana. Comunicó aquella llamada urgente al Jefe de personal, y éste consultó al Arquitecto, y supieron que no había medio para detener el salto, y se dio, al fin, aviso al Alcalde.

La asociación de vecinos del populoso barrio donde Sigfrido ascendía y descendía amenazaba con presentar una denuncia contra el municipio y la empresa constructora por espionaje y violación de la intimidad. No podía permitirse semejante escándalo. El Alcalde, receloso de su éxito y ante la proximidad de las elecciones, en connivencia con el juez de guardia, tomó la determinación. Se dio aviso a la Benemérita. El cabo Gutiérrez abatió a Sigfrido de dos precisos disparos en la nuca.


A Francisco Serrano, noviembre 1991

jueves, 27 de mayo de 2010

domingo, 16 de mayo de 2010

LA CUESTIÓN HISTÓRICA

Con el fin de la Liga 2009-2010 se cierra (casi, a falta del título de Supercopa de España) otra década en la que el Real Madrid y el FC Barcelona siguen midiendo su grandeza. Es habitual considerar al Real Madrid como el triunfador histórico, pero si contabilizamos los títulos nacionales de los últimos 40 años, es decir, desde 1971, el FC Barcelona supera al Real Madrid en un título, 40 frente a 39. Es decir, que tendríamos que remontarnos al fútbol de hace medio siglo, en la década de los sesenta, para hallar cierta superioridad en títulos del equipo capitalino.

Pero hay más, en los últimos 30 años, desde 1981, el FC Barcelona reúne 36 títulos, frente a 30 del rival histórico. En los últimos 20, desde 1991, el cómputo sigue siendo favorable al Barcelona con 28 frente a 18. La última década ha dado 12 títulos (que pudieran ser 13, dependiendo de la próxima Supercopa) ante los 10 (y no podrán ser más) del Real Madrid. Esta conclusión se repite en el caso de analizar las competiciones nacionales o internacionales por separado.

Lo que demuestra que el FC Barcelona, fiel a un estilo de juego que engrandece el fútbol y un proyecto consolidado en los últimos veinte años es un club de presente reciente y futuro. El Real Madrid, ya, sólo es un club con pasado glorioso. Un pasado de hace mucho tiempo.

RESUMEN POR DÉCADAS (pulsar para ver):


EN LOS ÚLTIMOS... (pulsar para ver):




(Se excluyen entre otros trofeos como la Copa de la Liga, Copa de oro, Copa de Los Pirineos, Copa Eva Duarte, Copa Iberaoamericana, Trofeo Martini Rossi y otros de menor entidad, como trofeos regionales, cuyo cómputo sería favorable al FC Barcelona)

jueves, 13 de mayo de 2010

TODO ES POSIBLE EN GRANADA

LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO, 11: DE LA CARAMBA A LA COPLA

Más allá del estrecho camino, caminito que el tiempo ha borrado, y de la estructura métrica literaria, lo que ahora se denomina copla se elevó sobre esa cuarteta asonantada de cuatro versos octosílabos y rima asonante en los pares que deja libres los impares. Coplas existen en todas las latitudes españolas (y tanto está este tipo de verso en nuestro lenguaje habitual que hablamos en octosílabos como decía el maestro Javier Egea). El desarrollo de la canción sentimental, sobre todo en la posguerra, posterga obsoleta la estructura de la métrica literaria para dar paso a un concepto de "copla" más extenso.
Los estudiosos vinculan y utilizan como vocablo apropiado al género que nos ocupa el de "canción española". Y dedican el uso de "copla" a un término más cercano a nuestro tiempo donde se compendian géneros diversos de canción. Copla española, canción andaluza o canción sentimental, como señala muy acertadamente Vázquez Montalbán, aunque haciendo referencia a un espectro mucho más amplio que va desde la copla al bolero.
Es cierto que el carácter andaluz forjó gran parte de la copla, ya no sólo en el carácter paisajístico de muchas de ellas, pues si la jaca del pasodoble galopa y corta el viento cuando pasa por El Puerto caminito de Jerez, está bien claro que hablamos de la campiña gaditana (Mi jaca). La procedencia andaluza de los grandes genios de la copla (Quintero jerezano, León, Valverde, Mostazo y Quiroga de Sevilla, Valerio de Moguer y las excepciones, pero siempre hacia el sur, del cacereño Solano y el alcarreño Ochaita, por dar unos ejemplos) nutrieron el ambiente de creación de la copla. Las influencias de los trabajos desarrollados por Federico García Lorca y Encarnación López Júlvez, la Argentinita (plasmada finalmente en el espectáculo de 1932 Las Calles de Cádiz, firmado bajo seudónimo por Ignacio Sánchez Mejías y con participación de Manuel de Falla) otorgan un nuevo vuelo a la copla que había nacido en colección de estampas (y sin desmembrarse del todo del flamenco, en La copla andaluza de Guillén y Quintero, interpretado por Marchena y Angelillo en 1929) y retomaba la fuente de la tradición popular.
Federico, que interpretó al piano las canciones recogidas en los cinco discos que se publicaron, había investigado y armonizado temas como En el café de Chinitas, Zorongo gitano o Las morillas de Jaén. El vínculo con Andalucía se hacía patente. Como señala Vázquez Montalbán en la historia de estos letristas se aprecia su vinculación adolescente y juvenil al garcialorquismo y la maduración en los años cuarenta, casi todos solidarios con el orden político establecido.
El pasodoble y el cuplé de descendencia francesa, se veían entramados por la irrupción de una nueva composición que bebería de esas fuentes al sur de Sierra Morena. Los intérpretes aportarían generalmente también una misma ascendencia, a diferencia del cuplé cuyas intérpretes provenían de los cuatro puntos cardinales: la Fornarina y la Bella Chelito, madrileña (aunque esta naciese en Cuba); la Goya, bilbaína; Raquel Meller, zaragozana; Carmen Flores, pacense y Pastora Imperio, Anita Delgado (la que sería maharaní de Kapurthala), Julia Fons y la almeriense La Bella Dorita, andaluzas.
En el terreno de la copla, Concha Piquer sería la excepción por antonomasia ante la sobreabundancia de intérpretes andaluces (para la Piquer Manuel Penella escribe La maredeuta, semejante a un himno fallero). La propia Piquer decía que la copla cuenta una historia y debe ser una obrita en tres actos. Es decir, que la copla cuenta. La copla cuenta las desventuras de las mujeres abandonadas y engañadas, los jolgorios en los cabarés, el sufrimiento y el arrullo detrás de las rejas, pasiones de toreros muertos, forajidos magnánimos, casi siempre, en la Andalucía de Cármenes, Lolas, los piconeros y Juan Simón.
Este poder de contar, transmitir pequeñas historias en un ambiente desecado de comunicación, entablar dobles lenguajes que dejaran entredecir las frases, que desubicadas en canciones amorosas, perdían la connotación de peligro para el régimen, propulsaron el dominio de la copla –copla ya como género en sí mismo y aceptado popularmente a pesar de los afanes clasificadores de cierto purismo- durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta.
Otra esfera será los orígenes, entroncados en la tonadilla, que pasa a considerarse sinónimo con el tiempo, el cuplé y la tonadilla escénica. La tonadilla evoluciona desde la coplilla de aire popular hasta una breve pieza musical escenificada que sirve como entremés en espectáculos de otro corte en el siglo XVIII. María Antonia Vallejo Fernández, nacida en Motril en 1750 y fallecida en Madrid en 1787, sería junto a La Tirana (inmortalizada por Goya y de quien dicen que nunca actuaba en público y siempre ante el reducido grupo de la corte borbónica), uno de los referentes de la tonadilla y tomó el sobrenombre de La Caramba a raíz de la interpretación de una tonadilla que, tan famosa se hizo, se insertó en el lenguaje castizo madrileño trastocando Carabanchel en Carambanchel o caramelos en carambamelos. Con La Caramba, que hizo su aparición como mítico personaje en muchas letrillas posteriores, obras de teatro o biografías como la de Antonina Rodrigo, se mantiene el recuerdo de la tonadilla escénica y su leyenda.
La presencia en España de músicos italianos en la corte borbónica desemboca en una postergación de la zarzuela española (en íntima relación con el género) en aras de la ópera en el siglo XVIII. Género chico y género ínfimo vendrán a cubrir en el siguiente siglo el vacío de diversión entre las clases populares. Del género ínfimo partirán polcas de gran predicamento (La Pulga), que ajenas al desarrollo de la trama escénica, se interpretan de manera independiente. La llegada definitiva del cuplé, tanto el picaresco como el romántico se impone en las primeras décadas del siglo XX. Los espectáculos de variedades irán incluyendo un tipo de composición de mayor tradición, tanto musicalmente como en sus letras, que frente a la impuesta moda francesa del cuplé y la inclusión de ritmos llegados desde los Estados Unidos, terminan alumbrando la definitiva Copla.

jueves, 6 de mayo de 2010

ASTURIAS. PEDRO GARFIAS

Asturias, si yo pudiera
si yo supiera cantarte...
Asturias verde de montes
y negra de minerales.
Yo soy hombre del Sur:
Polvo, sol, fatiga y hambre,
hambre de pan y horizontes...
¡Hambre!
Bajo la piel resecada
ríos sólidos de sangre
y el corazón asfixiado
sin venas para aliviarte.
Los ojos ciegos, los ojos ciegos
de tanto mirarte
sin verte. Asturias lejana,
hija de mi misma madre.

Dos veces, dos, has tenido
ocasión para jugarte
la vida en una partida y
las dos te la jugaste.
¿Quién diablos derribará este árbol
de Asturias, ya sin ramaje,
desnudo, seco y clavado
con su raíz entrañable
que corre por toda España
crispándonos de coraje.
Mirad obreros del mundo
su silueta recortarse
contra ese cielo impasible,
firme sobre roca firme
herida viva su carne.

Millones de puños gritan
su cólera por los aires,
millones de corazones
golpean contra sus cárceles.

Prepara tu salto último
lívida muerte cobarde
prepara tu último salto
que Asturias está aguardándote
sola, en medio de la tierra
hija de mi misma madre.