miércoles, 28 de abril de 2010

EDUARDO GALEANO: MEA CULPA

Hace un cuarto de siglo, quise viajar a los Estados Unidos por primera vez.

Fui al consulado, pedí la visa. El formulario preguntaba, entre otras cosas: ¿Se propone usted asesinar al presidente de los Estados Unidos de América? Yo era tan modesto que ni siquiera me proponía asesinar al Presidente de Uruguay; pero respondí: . Estaba seguro de que la pregunta era una broma, inspirada por mis maestros Ambrose Bierce y Mark Twain.

El consulado me negó la visa. Mi respuesta era una mala respuesta. Yo no había entendido. Y han pasado los años y, la verdad sea dicha, sigo sin entender.

Discúlpenme ustedes, por favor.

Estoy confundiendo esta convención de libreros norteamericanos con un confesionario de mi infancia católica.

Pero, ¿ante quién podría confesarse un escritor, mejor que ante un librero?

Y para muchos pecados, ¿no se requieren acaso muchos libreros?

Cada mañana, para empezar el día, desayuno noticias. En los diarios leo, por ejemplo, los frecuentes escándalos que acosan a los candidatos presidenciales.

Y confieso que no consigo entender por que los políticos norteamericanos son malos si tienen amores con bellas mujeres inofensivas, y en cambio son buenos si tienen amores con las grandes empresas que venden armas o veneno. O leo sobre le envió de militares norteamericanos para luchar contra las plantaciones de droga en América Latina.

Y no hay caso, no me entra en la cabeza por que son malos los países que producen drogas, y malas las personas que consumen drogas, y en cambio es bueno el modo de vida que genera la necesidad de consumirlas.

En las páginas de economía, leo que los Estados Unidos han importado 35.292 corpiños mexicanos durante 1991.

Ni un corpiño más, porque a 35.292 llegaba la cuota de corpiños autorizada por el gobierno y entonces, ni modo; no entiendo por que las barreras proteccionistas y los subsidios son buenos en los Estados Unidos, y en cambio son malos en América Latina.

Neblinas del Bien y el Mal

En la prensa norteamericana veo los avisos que exhortan a comprar productos nacionales, Buy american!, y entonces tampoco entiendo por que son malos los productos japoneses que invaden el mercado norteamericano, y en cambio son buenos los productos norteamericanos que invaden América Latina. Y no solo los productos:

Imaginemos que los marines de México invaden Los Ángeles, para proteger a los mexicanos amenazados por los recientes disturbios ¿Bueno o malo?

Y hasta me pregunto ¿y yo mismo? ¿soy bueno, yo? ¿o soy malo?

Me atormentaban las dudas sobre mi identidad: dudas muy de nosotros los escritores, bien lo sé.

Para nadie es un misterio que los escritores tenemos el alma condenada al infierno de la angustia incesante; en el centro de ese hervidero, nuevas dudas responden a cada certeza y nuevas preguntas responden a cada pregunta.

Pero mi angustia se multiplica en este fin de siglo, fin de milenio, porque yo también se que los Estados Unidos andan en busca de nuevos malos que combatir. Nostalgias del Imperio del Mal; allá en el Este, los malos se han convertido en buenos, y el resto del mundo está siendo dramáticamente incapaz de producir los malos que el mercado militar demanda con urgencia. Yo todavía no entiendo por que eran malos los soldados de Irak cuando se apoderaban de Kuwait, y en cambio eran buenos los marines cuando se apoderaban de Granada o Panamá; pero hay que tener en cuenta que Saddam Hussein, que fue bueno hasta fines de 1990, viene siendo malo desde principios de 1991.

Evidentemente, un solo malo no alcanza.

Siempre se puede echar mano a los malos de larga duración, como Muammar Khaddafi o Fidel Castro; pero hay que reconocer que la oferta es pobre.

Confidencialmente confieso, y lo confieso con todas las letras, por difícil que me resulte: sí, es verdad, sí: yo no se manejar automóviles, no tengo computadora, nunca fui al psicoanalista, escribo a mano, no me gusta la tela y jamás he visto a las Tortugas Ninja. Y más, todavía: mi cabeza es calva y de izquierda. Vanos han resultado todos mis esfuerzos para que el pelo brote en mi desnudo cráneo y para corregir mi tendencia a pensar zurdamente.

Hasta hace pocos años, en las escuelas ataban la mano izquierda de los niños zurdos, para obligarlos a escribir con la mano; y parece que eso daba buenos resultados.

Para obligar a los adultos a pensar derechamente, las dictaduras militares usan terapias de sangre y fuego y las democracias usan la televisión.

A mí me han hecho probar ambas medicinas, y no hubo caso.

Admito que tengo, por ejemplo, una incapacidad biológica para percibir las virtudes de la libertad del dinero.

A fines del año pasado, pongamos por caso, yo estaba con mi mujer en la mitad de un largo viaje, cuando quebró Pan American.

Ella y yo nos quedamos literalmente en el aire y sin avión.

Tuvimos que pedir dinero prestado a unos amigos, y entonces yo interpreté el episodio según mi limitada visión de las cosas: creí que la mano invisible del mercado me había robado dos pasajes.

Debo reconocer que me equivoqué.

Ya no tengo ninguna esperanza de recuperar ni un centavo; pero ahora me doy cuenta de que Dios me hizo un favor.

Astutamente, el Altísimo utilizó ese sutil procedimiento para convencerme de que no se puede andar por el mundo sin tarjeta de crédito.

Yo no tenía. Lo confieso. Hasta hace poco, mi natural inclinación al Mal me impedía esta felicidad.

Yo creía que las tarjetas de crédito eran una trampa más de la sociedad de consumo.

Creía que los habitantes de las grandes ciudades modernas padecen la esclavitud por deudas, tanto como los indios de Guatemala en las plantaciones de algodón o de café.

Ahora se ha descorrido el velo que cubría mis ojos, y veo; nadie es, sino es digno de crédito. Ahora, yo so. Debo, luego soy.

Pero la duda, porfiada sombra, vuelve al asalto.

A mi cabeza se le da por pensar que mi país también debe, y que cuanto más paga, más debe.

Y cuanto más debe, menos lo gobierna el gobierno y más lo gobiernan los acreedores.

Y sin embargo los Estados Unidos, que deben mucho más que toda América Latina junta, no acepta condiciones, sino que las impone.

¿Será que es malo deber poco, y en cambio es bueno deber muchísimo?

Dudas, dudas. ¡Y tantas dudas sobre mi propio trabajo!

Me pregunto: ¿tendrá todavía destino la literatura, en este mundo donde todos los niños de cinco años son ingenieros electrónicos?

Y quisiera responderme: Quizás el modo de vida de nuestro tiempo no resulte demasiado bueno para la gente, ni para la naturaleza; pero es sin duda muy bueno para la industria farmacéutica?

¿Por que no podría ser también muy bueno para la industria literaria?

Todo depende del producto que se ofrezca, que ha de ser tranquilizante como el valium y brilloso y light como un show de la tele; que ayude a no pensar con riesgo ni a sentir con locura, que evite los sueños peligroso y sobre todo evite la tentación de vivirlos.

Pero ocurre que esa es exactamente la literatura que no soy capaz de escribir ni de leer.

Condenado a la impotencia no puedo escribir ni leer palabras neutrales.

Y aunque hago todo lo posible, no consigo para de creer que estos tiempos de resignación, desprestigio de la pasión humana y arrepentimiento del humano compromiso, son nuestro desafío pero no son nuestro destino.

Muchas gracias. He desahogado mi conciencia amparada en el secreto de confesión, y les ruego que no lo olviden.

Ahora debo tramitar mi visado para entrar al Nuevo Orden Mundial.

Ojalá no me pregunten si me propongo matar al presidente.

(Palabras pronunciadas por Eduardo Galeano ante la reunión de libreros de los Estados Unidos en Los Ángeles, 1992)

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