sábado, 14 de marzo de 2009

INMOLACIÓN DE JACQUES DE MOLAY

No sucedió que en la mañana del 18 de marzo de 1314 el Papa Clemente V se revolvía en su cama y le asaltaron tremendas pesadillas. Un ángel colocaba un pie sobre la tierra y otro sobre el mar. Sonaba la séptima trompeta. Las visiones del Apocalipsis atronaron como un presagio.

Clemente oyó la voz de San Juan, convertida en la de Hugo de Payns fundador de la Orden del temple casi dos siglos antes, anunciarle su muerte en no menos de un mes si su sucesor, Jacques de Molay era enviado finalmente a la hoguera tal y como había resuelto el Concilio de Vienne.

Bertrand de Got se revolvió de nuevo en su cama y le asaltaron tremendas alucinaciones. Se acercó al balcón para aspirar aire fresco con la voz de Hugo de Payns en sus oídos y transformado en San Gabriel anunciando a todo el cielo de Avignon el último paso del templario. Los tremendos secretos escuchados en la confesión de los procesados caballeros del Temple en la ciudad de Poitiers, adonde fueron convocados, dejaban en la frente del Papa el sudor del devenir de la Historia sin detención posible. Así se consumía el calvario del sucesor de Benedicto IX, aquel pontífice que murió de empacho de higos en la silla de Pedro, desde que empezó la pesadilla siete años atrás.

Un viernes trece de octubre el rey Felipe de Francia lanzó como perros de presa a sus senescales y gobernadores sobre los caballeros del Temple. Y detuvo entre ellos a Jacques de Molay, padrino de su hijo y que el día anterior acompañaba a Su Majestad en el entierro de la princesa, llevando cintas al unísono. Clemente, sobrino del Gran Maestre Bertrand de Blanquefort y anguila de la laboriosa política de Europa concibió despavorido cómo su aliado francés deseaba desquitarse de un Estado que dentro del Estado de Francia era el gran acreedor del rey –pródigo en su gobierno- y abalanzarse sobre las propiedades de la Orden que Pedro del Bosque hizo valorar en 800.000 libras tornesas ante los ávidos oídos del soberano.

Pero el proceso había sido concluyente. El Gran Inquisidor de París Guillermo Huberto debía cumplir la farsa. No en vano, conminados los caballeros a abjurar de la confesión de atrocidades, sus veladas de sodomía con los jóvenes iniciados y los escupitajos sobre la Cruz de Cristo, se confesaban esta noche inocentes, y mañana culpables, ante el rostro estupefacto de los enviados del Papa que todo intentaban -consideraba Bertrand de Got-, por salvar aquellos cuerpos, que no las almas, de la perdición terrena. Nada era más imperdonable que la retractación.

La mañana del 18 de marzo de 1314 Felipe el Hermoso contemplaba agradecido el fin de remate de su trazado y no sabía de los sufrimientos de Clemente V, amenazado por el propio Primer Gran Maestre.

Bajo el arco del ángel, con un pie en la tierra de Francia y otro en el mar de Francia, Bertrand de Got, el Papa Clemente V, contempló el día de su coronación en Lyon, cuando el rey Felipe sujetaba la brida de su caballo y una pared se desplomó matando a diez invitados, cuando en la borrachera del banquete la familia de los Orsini, que pujaban por la memoria del infausto Bonifacio sacaron sus dagas y la clavaron en el pecho del hermano del Papa. No pudo empezar peor, se decía Bertrand de Got viéndose con la tiara en la mano, empequeñecido, mientras el Primer Gran maestre hacía pasar su ábaco entre las piernas del ángel, amenazando con un solo mes de vida si Jacques de Molay muere en la hoguera de París.

Clemente V envió su última comitiva. Tres legados avisaron en Palacio. Era el último intento del Papa desesperado por salvar la cabeza. Nos hemos tenido una revelación, se murmuró convencido. Los enviados debían juzgarles y perdonarles la vida. Se sentaron ante los caballeros: allí estaban el vigésimo segundo maestre de la Orden, Jacques de Molay, el Gran Visitador Hugo de Piraud, el comendador de la orden de Normandía Geoffrey de Charnay y el hermano del Delfín de Auvernia. Los legados papales abrieron los ojos pasmados. Tras la lectura de la sentencia confesaron, luego se levantaron, se retractaron, volvieron a confesar, proclamaron su inocencia, desenmascararon sus vicios, los repudiaron, confesaron de nuevo su vileza. El cardenal Albano se levantó turulato. Debería condenar a quienes él debía salvar. Sólo Hugo de Piraud callaba, consciente de la voluntad de la sentencia. El silencio significaba sólo pena en prisión.

Treinta y nueve caballeros avanzaron hacia el cadalso. El Gran Maestre se desnudó y rogó ser atado al poste con las manos entrelazadas para ser recibido por Dios. Giró su rostro a Notre-Dame cuando el fuego comenzó a cubrir sus piernas. La voz de Hugo de Payns susurró al oído del Rey que moriría nueve meses después de caer de un caballo, si Jacques de Molay, su compadre, era inmolado. Felipe el Hermoso palideció. La muerte les llegó con dulzura, extasiados ante la visión de la Virgen, la muchedumbre acalló sus calumnias ante imagen tan sublime.

Un mes más tarde no sucedió que Clemente V moría en Rochemaure, Provenza, ni Felipe IV el hermoso, rey de Francia caía de un caballo. Pues fue el Gran Visitador Hugo de Piraud, silencioso, quien montó en el carruaje del holocausto bajo la toga del Gran Maestre. Con su silencio había comprado la vida de Jacques de Molay, que cabalgaba hacia Portugal

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