viernes, 10 de octubre de 2008

EL AÑO DE HOPPER, 8: AGOSTO, EN LA CIUDAD (AUGUST IN THE CITY, 1945)




Eran ciudades sin costa, calles de olor seco en verano, asfixiante, y la única humedad se manifestaba en nuestro cuerpo, cuando volvíamos tras recorrer kilómetros en bicicleta, subir y bajar cuestas interminables. Entrábamos corriendo en casa -él siempre más ágil- para adueñarnos de los litros de leche y zumos de la nevera, para tirar la camiseta sudada al suelo de la cocina y reclamar pedazos de pan y chocolate. Nuestra casa lindaba con el parque y aprovechábamos a veces la tarde bajo los tilos, o contradecíamos órdenes y nos sumergíamos en el río sucio, siempre con el peligro del tifus en los oídos. Aparecía entonces el viaje guarda tras el bastón y éramos ardillas escalando árboles, tirando bellotas al tosco sombrero marrón que nos esperaba abajo. Otro chapuzón, otro niño proscrito desviaba la atención del guarda que emprendía la otra carrera, bastonazos y pasos hacia otra sombra escurridiza del parque. Los años y las fuerzas, dejaban el juego en tres persecuciones, y el viejo volvía a la pequeña garita, o se sentaba en el taburete del quiosco y pedía cerveza. Nosotros, presas sin juego, acechábamos desde lejos y contábamos las horas necesarias para la recuperación del viejo corazón acelerado del guarda. Podía pagarse nuestra crueldad con un tirón de orejas en el descuido, si caminábamos despistados diferenciando piedras blancas y negras, buscando formas en el barro seco junto al estanque. Y la consecuencia era la denuncia ante tus padres, el sermón del viejo, la amenaza del tifus -que suponíamos era un animal que buceaba el río- y dos o tres tardes de agosto mirando desde la ventana correr la vetusta figura del guarda, los compañeros encaramados a los árboles y siempre el descanso en el quiosco. Mi hermano y yo, gozábamos de gran ventaja. Exactos nuestros rostros, el viejo no acertaba a distinguirnos. Si alguno resultaba sorprendido, denunciaba al otro, imploraba perdón, juraba que la víctima del tifus era el otro. Daba igual qué nombre diéramos. El viejo jamás identificaría nuestros lunares simétricos. Así nos dejaba marchar una de cada dos y nos regocijábamos en el engaño. Pero aquel verano fue distinto. Quizá por el acoso y derribo de las carreras, por los litros de cerveza del quiosco, quizá por que le mordió el tifus, el guardia viejo desapareció un invierno. El sustituto era el bandido de cada película, el más atroz enemigo, rápido en la carrera, capaz de trepar a los árboles para alcanzarnos, brutal en el tirón de orejas que nos marcaba con un pitido irresistible. Llegamos a identificar a aquel guarda joven con el terrible tifus que dominaba el río, como si el tifus hubiese abandonado las aguas y se arrastrase ahora como un lagarto por todo el parque. Nos acorralaba en el momento que pensábamos ganada la huida, cuando a punto estábamos de alcanzar la rama salvadora, la guarida última. Era nuestra pesadilla. Todo enemigo terrible nos sorprende continuamente: el guarda joven aprendió pronto a distinguir nuestros lunares simétricos, identificó cada lunar con un nombre, con el más mínimo detalle que mi hermano y yo hubiésemos olvidado. Siempre intentábamos vestir igual, despistar así el halcón del parque. Pero quizá el gesto, un acento, el dedo escarbando más en la nariz -como hacía él- una forma de mirar atrás, nos delataba. Y éramos víctimas diferenciables. Soñábamos con él y su muerte, espiábamos sus movimientos, ideábamos maneras para deshacernos de él, envenenar la cerveza que no bebía, asesinarlo por la espalda. Pero lo veíamos marchar tranquilo todas las tardes en su motocicleta cuando no podríamos ya perseguirlo, sabiendo que al día siguiente volvería para ocupar nuestra inventiva. Nadar en el río y desafiar al tifus ya no tenía sentido alguno, el tifus se había adueñado de nuestro territorio y en él nos declaraba la guerra. Por eso nos extrañó no encontrarlo aquella tarde en el parque. Preguntamos en el quiosco y no sabían nada. Desesperados por no poder cometer un atentado más, volvimos más temprano que de costumbre a casa. Cuando vimos la moto del guarda cerca de nuestra puerta nos echamos a temblar. Mi hermano y yo nos dimos la mano. Estábamos perdidos, quizá el guarda contaba a nuestro padre todos nuestros planes de asesinato frustrado. Respiramos más tranquilos cuando no estaba el coche de papá en los alrededores. Subimos las escaleras esperando ver al guarda denunciarnos ante nuestra madre. Pero no nos denunciaba: cuando entreabrimos la puerta vimos el cuerpo desnudo del enemigo sobre el cuerpo desnudo de ella.

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